Sucede que uno en la vida va acumulando vacíos, hasta que su entera existencia se convierte en un vórtice, en un angustiante abismo. No puedo ver una fiesta de quince, no pueden mencionarme siquiera tal suceso, sin que recuerde que yo jamás tuve una, que anhelé desde siempre poder tenerla y que cuando me pasa por la mente esa idea, imagino bailar el vals con -ya saben- el padre que nunca tuve. Confieso que algunas veces, cuando era una jovencita, lloré ante esa imagen.
Esas ceremonias me dan espeluzno, pero debe ser también a raíz de esa parte de mí que se rebela contra lo que sabe que no podría hacer, porque no cumple las condiciones. El típico "al cabo que ni quería" que se nos va volviendo hábito, cada día, hasta que empezamos a dejar de tener sueños y la vida se nos va convirtiendo en un eterno vacío, en un amargo abismo, y nos empieza a pesar hasta el aire que respiramos. Por eso, lo único que le pido a la vida, al destino, a Yahveh, a Al-lāh, a Zeus o a quien sea, es poder estar con mi hijo, en cada instante en que él me necesite. Estar ahí el día de su grado, abrazarlo en el momento justo en que alce por primera vez a su bebé, acompañarlo en silencio y apretar su mano cuando tenga que llorar, escucharlo cuando se sienta solo y confundido y no sepa qué hacer.
Que mi vida sea tan larga como sea posible, para que la suya no sea un vórtice de ausencias como el que yo viví, como el que aún me abruma de vez en cuando.
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